Petroglifos: escuchando a las piedras cantar


Pontevedra y su provincia, son un auténtico vivero de piedras. Piedras vivas, me atrevería a decir, cuyo lenguaje es el lenguaje de los sueños. Sueños, cuando no ilusiones, que nacieron con el estigma del paradigma, hasta el punto de que hoy en día constituyen una parte fundamental del mito epopéyico de nuestros más remotos antepasados. Contemplándolos, resulta impresionante comprobar, no obstante y después de todo, que ese apasionante maremágnum de conceptos, poco comprendidos en la actualidad, conllevan, sin embargo, una semilla universal, cuya retórica ha mantenido unas constantes que si bien han visto parcialmente alterada la semántica original, partida en trozos la cadena lineal que parecía enlazar los diferentes aspectos de una historia humana que permanece latente en los archivos más recónditos de la Historia, han nutrido y enriquecido otras cadenas e historias humanas posteriores, manteniendo su estado de independencia una vez olvidadas las complejas claves de su primigenia narrativa. De manera, que no deberíamos de sentir extrañeza -no mucha, al menos- si incluimos esta importante reflexión en un blog que pretende hablar, principalmente, de un estilo, el románico, y sus numerosos enigmas asociados. Estas formas que todavía sobreviven a duras penas en numerosos lugares de la provincia -especialmente abundantes en la denominada península del Morrazo, sin que ello sea obstáculo para su abundancia también tierra adentro, detalle que quizás nos indique la procedencia extramarina de aquéllas primeras civilizaciones que camparon por aquí a su antojo, llámense como se quiera: pelasgos, pueblos del mar, fenicios, troyanos, cretenses, griegos, romanos o celtas- sentaron unos precedentes, mucho de los cuales continuaron vigentes siglos o milenios después de su desaparición. Quizás, por su fuerza ambivalente -y este es un detalle fácilmente comprobable-, muchos canteros medievales los utilizaron no sólo como marcas de identidad, sino como parte esencial de transmisión -posiblemente secreta- de un conocimiento que navegaba a contracorriente de unas tendencias religiosas tendentes a demonizar todo aquello anterior a ellas. De todos estos eslabones, símbolos al fin y al cabo que conectan con otras realidades, los más peculiares, repetitivos o universales, serían principalmente las espirales, los laberintos -muchos han desaparecido de las grandes catedrales, aunque todavía nos queda, más o menos en estado puro el de la catedral de Chartres-, los círculos concéntricos y los denominados triples recintos, conlleven o no, el apelativo de celtas, donde un ejemplo extraordinario se puede encontrar en la parte interior de la iglesia de la colegiata de Santa María, en el pueblecito cántabro de San Martín de Elines, donde el cantero la dejó, excelentemente esculpida y visible, en el anca de una vaca o un toro solar que decoran uno de los capiteles cercanos al altar. En definitiva, el poder del símbolo y la fuerza del mito, capaces de traspasar barreras y sorprendernos a través de los tiempos.

Y es que a veces, para continuar avanzando, es necesario hacer un retroceso en nuestro camino. 


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