Santo Estevo de Ribas de Sil



Visto en la distancia, el monasterio de Santo Estevo de Rivas de Sil, supone un poema a la Armonía. Situado a la vera del rio Sil, como un faro guardián anclado en la fantástica orografía de la Ribeira Sacra en su parte orensana, su imaginario canto de sirena atrae, fascina y a la vez sobrecoge a todo aquel que un día cuenta con la posibilidad de acercarse a él. Como en el monasterio de Montederramo, el estilo herreriano, que comenzó a imponerse durante la época de ese rey mundis, fundamentalmente católico –que por algo lo llevaban en el título sus abuelos- y obsesivo rastreador de reliquias que fue Felipe II, es el primer detalle en el que el viajero se fija, apenas situado frente a sus imponentes portadas. La primigenia candidez románica de la época del Abad Franquila continúa estando allí, aunque voluntariosamente transformada por el tiempo y las circunstancias históricas añadidas; de manera, que poco recuerda a aquél primitivo cenobio del siglo X –que recogió y unificó unos humildes orígenes eremíticos-, cuyas piedras guardan el recuerdo, entre otros muchos, del paso de singulares personajes –como San Servando y posiblemente también San Froilán, del que se cuenta que utilizó como portador de los Libros Sagrados que llevaba para auxiliarse en sus labores de predicación al lobo que se comió a su mula, detalle que queda reflejado en el magnífico retablo que hay en la capilla que tiene dedicada en la catedral de Lugo-, muchos de ellos relevantes miembros de la Iglesia, que decidieron terminar allí sus días y donde fueron, llegado el momento del óbito, cristianamente enterrados.



Como muchos otros monasterios situados, más que por azar, convenientemente tanto dentro como fuera de los límites del Primitivo Camino de Santiago –autores como Juan García Atienza, ya se preguntaban, hace muchos años en sus obras, el por qué éstos solían quedar, generalmente, excluidos de éste-, más que por lo que queda a simple vista de sus carismáticos orígenes románicos, se recuerda sobre todo a este monasterio, por los numerosos milagros teóricamente acaecidos en torno a los anillos de nueve obispos santos allí enterrados –personajes a que hacíamos referencia anteriormente-, cuyos nombres, tal y como antiguamente se recitaba de carrerilla e inexcusablemente la lista de los reyes godos en las escuelas, son los siguientes: Isaura, Vimarasio, Gonzalo Orosio, Fraolengo, Servando, Viliulfo, Pelayo, Alfonso y Pedro. De hecho, tales anillos y su leyenda asociada conforman la temática principal de uno de los monumentales escudos que pueden apreciarse en el pórtico principal de entrada, acompañados de dos pequeñas cruces: una griega y otra de las denominadas de ocho beatitudes; y tanto en los objetos en sí, como en el número que los identifica, puede apreciarse un simbolismo interesante, que yace oculto a la vera de esa aceptada realidad histórica. Los restos fueron desenterrados en el siglo XV y colocados en nueve urnas que se depositaron en los laterales del altar mayor, lugar al que no se puede acceder, habitualmente, porque hay una verja de hierro que impide el paso e impide, igualmente, apreciar de cerca y en todo su esplendor, una pequeña joya románica que seguramente debió de estar colocada delante del altar, o formando parte de la escala que llevaba al primitivo púlpito.


Por otra parte, y obviando el exceso de barroquismo -independientemente del valor artístico, estético y cultural de las escenas que contiene, relacionadas con la vida de Jesús y María y donde ya se puede apreciar, en la escena de la Adoración de los Magos, la figura del rey negro, que no aparecía en representaciones anteriores e incluso tampoco aparece en representaciones de la época- que caracterizaba la sensibilidad artística, por no decir la mueblería de determinadas épocas, incluida, como no podía ser de otra manera, la del Retablo Mayor y las capillas laterales, merece la pena observar esa mistérica constante que encubre la presencia imperturbable de un santoral que despide cierto olor heterodoxo y donde destaca, por su omnipresencia, la figura inconfundible de San Roque, a la que habría que sumar esa otra imagen de una relativa Virgen de la Guía –lo pongo como adjetivo calificativo, pues reconozco que ignoro cuál es el nombre que allí la dan-, a cuyos pies, un barquito vuelve a recordarnos otra constante que caracteriza a ésta provincia de Orense, única de las cuatro que conforman la Comunidad Gallega, que no tiene frontera natural con el mar: su tradicional pasión por el agua y el abundante folklore relacionado. Tal vez por este motivo subjetivo, y por supuesto, por una muy objetiva, humana y trascendente cuestión de economía y subsistencia, los monjes disponían de una llamada piscifactoría, que en éste caso, no era sino una monumental fuente que ocupaba prácticamente  todo el patio del claustro que, por dicho motivo, aún conserva su nombre original de O Viveiro. Y esta es otra de las peculiaridades del monasterio de Santo Estevo, reconvertido en parte en Parador: sus tres claustros.
 
El más antiguo, aquél que comenzó a erigirse en 1220, lleva el nombre de Claustro dos Bispos y aunque austero en la iconografía general de sus capiteles, no lo es en absoluto, con aquélla otra, extraordinaria y de alguna manera muy esotérica, que se percibe en las numerosas claves de bóveda. Dentro de la imaginería de algunos capiteles, se aprecia la presencia de los típicos animales mitológicos, como los arpías, que generalmente recordaban a los monjes los terribles pecados de la lujuria, referencias al símbolo tradicional del Camino de Santiago, como la vieira e incluso la presencia de esos oscuros dioses celtas que, surgiendo de la vegetación, en muchas ocasiones son conocidos con el simbólico nombre de Hombres Verdes. Seres y color, éste último, no sólo relacionado con las enigmáticas Vírgenes Negras, sino que también, de manera alegórica, forman parte de lo más granado de la mitología del Grial y los Caballeros del Rey Arturo. Buena prueba de ello, es un oscuro pero apasionante relato medieval, recuperado, entre otros, por el célebre John Ronald Reuen Tolkien -creador de la magnífica saga de El Señor de los Anillos-, que lleva precisamente por título Sir Gawain y el Caballero Verde (1). Caballero emblemático y sobrino del rey Arturo, llama la atención que en su escudo figurara la estrella de cinco puntas, también conocida como estrella remfan o anillo de Salomón que, además de otras muchas consideraciones de carácter hermético, es símbolo representativo también de la Virgen y en el contexto de la historia, no sería otro de los símbolos determinantes en una historia que, leída objetivamente, representaría la lucha de dos fuerzas contrapuestas; en este caso, el enfrentamiento entre la Nueva y la Vieja Religión. Precisamente, esta estrella renfam, figura entre la numerosa simbología hermético-esotérica que, como se decía anteriormente, conforma los maravillosos entramados de las claves de bóveda de este claustro.
 
Por último añadir que, menos espectaculares, los otros dos claustros, de estilo renacentista, fueron construidos en el siglo XVI, después del terrible incendio que se abatió sobre el monasterio en el año 1562. 


 
(1) Sir Gawain y el Caballero Verde', Alianza Editorial, S.A., Madrid, 2013.

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