Un Santuario burebano: Santa Casilda



'San Martín Dumiense, en el siglo VI, les concedía (referencia a las xanas) su justo grado de importancia proclamándolas 'demonios expulsados de la gloria (que) aún triunfan en el mar, en los ríos, en las fuentes, en las selvas, y aún hay hombres ignorantes del Señor que las consideran dioses y en el mar adoran a Neptuno, en los ríos a las lamias, en las fuentes a las ninfas, y en las selvas a las Dianas' (De correctione Rusticorum)' (1)

El de Santa Casilda, es uno de los santuarios más conocido y venerado de la provincia de Burgos. Situado en La Bureba, en las proximidades de lugares como Briviesca, Revillalcón e incluso Hermosilla, hace honor a muchas de esas concepciones precristianas y paganas a las que alude Atienza y a las que, curiosamente, combatió con un fervor inusitado San Martín Dumiense, a quien en buena ley, se podría considerar como uno de los precursores de esa gran aliada de la tortura y el oscurantismo, que fue la Santa Inquisición.
Comenzando por el carácter infiel, y por lo tanto, pagano de la santa (2), el Santuario, bastante reformado a lo largo de los siglos, se levanta sobre una imponente elevación rocosa. A sus pies se localiza, a juzgar por los elementos que lo componen, lo que ancestralmente pudo haber sido un lugar sagrado para las antiguas culturas celtas que poblaron la región, pensamiento que sugieren algunos de los elementos principales que lo componen: parte de ese bosque, venerado y druídico, del que sobresale una pequeña porción de árbol -quizás un roble- en el interior de cuyo tronco se adivina, no muy bien por el cristal que la proteje, una pequeña imagen, bien de la santa, bien de San Vicente; la denominada Fuente de San Vicente, un manantial natural, así como otro, que brota del mismo suelo, dentro de una pequeña piscina, cuya forma bien se podría comparar, esquemáticamente hablando, con la de un túmulo funerario de época neolítica.
Situados otra vez en la parte alta, y antes de llegar a la iglesia, de la que ya no se conserva nada de esa primitiva construcción de estilo románico, que hemos de suponer, tuvo en sus inicios, un pequeño habitáculo, ha de llamarnos primeramente la atención. Su puerta está cerrada, pero a través del enrejado, curiosos y visitantes pueden atisbar en su interior. Allí, aproximadamente en el centro, una urna de cristal contiene una imagen casildiana, cuya postura, reclinada sobre un costado, recuerda la de una patricia romana, y representa, teóricamente, la dormición de la santa. En las paredes, docenas de cuadros y exvotos dan fe de una devoción que se perpetúa a lo largo de los siglos, y en contra de lo que pueda parecer a priori, no es una tradición cristiana, sino una recuperación cristianizada, de antiguos cultos, entre los que no hemos de olvidar la figura de Diana, en muchos de cuyos santuarios, los arqueólogos han encontrado exvotos de cera y barro, que representaban diversas partes del cuerpo humano, que los fieles depositaban en agradecimiento a su, teórica, milagrosa curación. Tradición que se ha mantenido vigente hasta nuestros días en numerosas iglesias cristianas. Cambia la forma, como vemos, pero no la esencia de las antiguas veneraciones.
Dejando este recinto atrás, apenas unos metros más adelante, y a mano derecha, unos impresionantes escalones de piedra descienden en picado hacia un abismo, en cuyo fondo, se encuentra una pequeña cueva. Es, al igual que la fuente anteriormente mencionada, la Cueva de San Vicente. Su entrada, así mismo, se ve limitada por una verja de hierro. Pero también es cierto, que ese detalle no impide ver, a través de ella, otra alusión a antiguas costumbres precristianas, como era la de arrojar dádivas para procurarse la protección de esos manes o espíritus elementales, muy célticos, por referencia, que moraban en los ríos, en las fuentes, en los pozos y en las cuevas.
Por otra parte, y situados ya frente al santuario, lo más destacable de su portada, es que en ella, cincelada en piedra como si de las páginas de un libro se tratase, se desarrolla la historia de esta santa de ascendencia oriental. Santa Casilda, se sitúa a la izquierda, con una hoja de palma -símbolo del martirio y la santidad- y los panes convertidos en rosas (3) en el regazo de su vestido; a la derecha, y debajo de todo un símbolo peregrino como es la venera (4), los cautivos cristianos. Entre una y otros, dos ibis, hermosa ave y, por antonomasia, animal representativo del dios egipcio Hermes-Toth.
La parte trasera de la iglesia, aparte de ofrecer una grata sombra al cobijo de su pequeño claustro, proporciona, de paso, una espléndida vista de los vales que se extienden a su alrededor. Aún aquí, el buscador de símbolos, o simplemente el curioso que desee llevar su curiosidad un poco más allá, hallará un curioso escudo, en el que observará una jarra de la que brotan, bien flores bien chorros de agua, que aparte de sus connotaciones marianas, le hará meditar también en ese otro gran enigma -y de hecho, todo un paradigma medieval- que es el Santo Grial. No muy lejos, y a través del cristal que sirve de mirilla, podrá también contemplar la cripta donde según la tradición, reposan los restos mortales de Santa Casilda. El sarcófago de piedra, de indudable valor artístico, todavía guarda buena parte de su policromado original. Representa una imagen yacente de ésta, a tamaño natural, y algunas escenas de su vida.
Y posiblemente, un ojo más atento (5), quizás localice, sin demasiado esfuerzo, más elementos que le induzcan a hacerse preguntas y que le clarifiquen, aún más, el ancestral estado de sacralidad afín a este lugar, especialmente recomendado a todos aquéllos que, independientemente de cuales sean sus concepciones religiosas, lo tengan presente como un excelente lugar donde dedicar un tiempo a la relajación, a la contemplación, y hasta cierto punto, a la soledad. Eso sí, teniendo en cuenta que Santa Casilda es un santuario para todos y aunque todos tenemos el derecho de disfrutarlo, tenemos también la obligación de respetarlo.

(1) Juan García Atienza: 'Leyendas mágicas de España', Editorial EDAF, S.A., 1997, página 111.
(2) Cuenta la leyenda, cuando no la tradición, que Santa Casilda era una princesa mora, hija de un poderoso soberano de Al-Andalus que, apiadándose de los prisioneros cristianos, les proveía de hogazas de pan, que ocultaba en los pliegues de su vestido. Sospechando de sus contínuas visitas a éstos, un día fue sorprendida por su padre. Cuando se la requirió que enseñara lo que llevaba oculto en su vestido, las hogazas de pan, por intercesión de la Santa Virgen, se habían convertido en rosas. Impresionada por el milagro, la joven princesa mora se convirtió al Cristianismo, retirándose a este lugar de la Bureba, donde murió en olor de santidad.
(3) La rosa, otro elemento simbólico de primera magnitud, no sólo místico y mariano, sino también alquímico y esotérico, precursor de los sublimes rosetones góticos que lucen nuestras maravillosas catedrales.
(4) Y también pagano, como símbolo de Venus. A este respecto, quizás convenga recordar la famosa obra de Bottichelli, El nacimiento de Venus.
(5) Por limitación de tiempo y ruta, no pudimos esperar a que abrieran el santuario, para poder fijarnos en las características y detalles de su interior.

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